Puntos tóxicos
Puntos tóxicos por Daktari
Vaya a saber en qué momento del linaje de esta familia un
punto quedó torcido y arruinó sus vidas.
Punto uno:
Uno podría pensar que el origen estuvo en lo que el
abuelo italiano vivió en la guerra. El viejo Constanzo era callado, no contaba
sus cosas, sembraba tomates alrededor del ciruelo de la calle y repartía
ciruelas entre los vecinos antes que las arruinaran los pájaros. Pero en las
fiestas, se encerraba en su cuartito taller acurrucado en un rincón aterrado
por los fuegos artificiales. Hoy lo llamarían stress postraumático, entonces lo
consideraron una manía de viejo que no quería apegarse a nada más que a sus
plantas. Las reproducía gajo a gajo en latas y baterías inservibles y los más
variados recipientes. Tal vez sabía que el apego a las personas provoca
demasiado dolor cuando se pierde.
La esposa impregnada de olor a lavandina, lavaba
obsesivamente el patio y amasaba la pasta. Ella, oriunda de una aldea del sur de
Italia, solo hablaba con su esposo en el dialecto que conocía. Habían tenido
intimidad los primeros años, cuando nació la segunda niña, Constanzo se replegó
de la vida familiar. Solo lo veían a la hora de comer y se recluía en su
tallercito. A veces armaba objetos indescriptibles, a veces, después de las tormentas,
salía a buscar pichones caídos y los criaba. Cuando tenían las plumas fuertes
los largaba a volar y se oía desde abajo su risa carcajosa.
La mamma quería
que las hijas estudiaran y sus guardapolvos fueran los más blancos. Las chicas
hacían las compras y fueron juiciosas hasta la adolescencia. Entonces las
hormonas alborotaron su obediencia y comprendieron la chatura de sus vidas
. Esa casa tenía la misma pulcritud y diversión que se
puede esperar de un hospital.
Punto dos:
Yolanda dejó el colegio y se fue a aprender peluquería. Silvana,
pegó el estirón a los catorce y repentinamente se preocupó por su gordura.
Yolanda veía que se fajaba. Silvana solo encontraba consuelo en la pasta que la
mamma cocinaba. Los padres que habían pasado guerra y hambruna encontraban
graciosa y hasta saludable la gordura de Silvana, que primero perdió la
cintura, luego el cuello, y no quería caminar porque le rozaban los muslos.
Hasta que una tardecita de verano los gritos rebotaron en las paredes de la
casa silenciosa: — Me muero , mammma, Me muero.
Asistencia pública y hospital. La internaron, le bajaron
la presión y varias horas después un joven médico informó a los preocupados
padres.
―Los felicito, son abuelos. Es una nena.
El tano le lanzó una piña.
Los alaridos de la madre que nunca hablaba llenaron la
sala de espera. Eran alaridos italianos, que habían madurado y crecido años,
dentro de la boca de Vicenza. Atronaban. Se acercó una monjita y posó con
suavidad de paloma una mano en su hombro. Todas las maldiciones aprendidas
desde muchacho subieron a borbotones a la boca de Constanzo. Por suerte la
monja no entendió y viendo que no podría consolarlos, se alejó.
Silvana fue desterrada del hogar que rezumaba lavandina y
la enviaron con su niña a un hogar de madres solteras. No hubo piedad para ella
ni la bebé. Tampoco se salvó la madre que cargó la culpa de no haber cuidado la
virtud de la niña. Yolanda esquivó el vendaval porque de verdad no sabía nada.
Su hermana menor, acostumbrada al silencio, mantuvo su romance en secreto..
Punto tres:
Eso fue un crack en la vida de Yolanda. Esa, su
familia, lo único que había conocido pues ni amigas podían tener, estaba desquiciada
y alguien tenía que salvarse. Un día hizo acopio de todo su coraje y se pavoneó
ante sus padres con su título de peluquera.
La palabra trabajo sonó a ángeles en los oídos de Constanzo y le dio
autorización para transformar unos tres metros de comedor, en peluquería. Hasta
compraron los espejos, secadores y sillones y la infaltable mesita para las
revistas.
Yolanda resultó buena como peluquera y la clientela de
las señoras del barrio, aumentaba. La perdición vino por el lugar menos pensado,
las revistas.
En ellas encontró Yolanda un mundo ajeno que ignoraba
hasta entonces, que anheló y creyó que le correspondía: pelos teñidos, bikinis,
novios, pantalones ajustados (solo habían usado vestidos), soleras escotadas.
Yolanda, con facciones regulares, con la piel blanquísima y la sonrisa fácil,
hicieron de ella una adolescente bastante linda.
Constanzo rezongaba y la esposa llenaba la casa y la
peluquería de estampitas para que protegieran a Yolanda del destino de su
hermana. Varias veces quiso Yolanda averiguar dónde estaba Silvana y lo único
que obtuvo fue silencio y expresiones amargas.
Yolanda buscaba y descartaba, buscaba y descartaba, hasta que le apareció el novio que encajaría en su casa. La chica era inteligente y de cierta triste manera comprendía a su padre y a su madre quienes consideraban tener la vida arruinada por el asunto de la otra hija. Así que el apuesto joven de ascendencia italiana que podía hablar con su padre, adoctrinado por Yolanda pidió su mano decidido a casarse. La madre se retorcía las manos coloradas repletas de grietas y cortaduras viendo aparecer una modesta sonrisa en la cara de su marido.
Se casaron.
Punto cuatro:
Cuando la felicidad parecía que volvía a abrazarlos.
Constanzo apareció muerto del corazón a los pocos meses y Vicenza, después de tantas
décadas de tener frenados sus verdaderos impulsos, se desató. Decidió
vivir con los recién casados y comenzó a exigir. Organizó los regalos de casamiento
como una exposición de mueblería. Que necesitaba una mesa de comedor con tapa de ónix, que necesitaba un
aparador tipo modular de pared a pared vidriado para mostrar la vajilla y
muchas chucherías y exigirle a Yolanda que limpiara más la casa. La obsesión de
la madre fue calando en la hija. Una gota de veneno cada día.
Yolanda se descubrió embarazada pero los consejos de la
madre arrancaron de la cama conyugal a Yolanda, separándola de su marido “por
los peligros” decía vagamente, sin aclarar. Esto los distanció y hubo infidelidades
y escándalos.
Cuando la niña tuvo 4 años, Vicenza murió y Yolanda, al fin, recuperó algo de normalidad en su vida. Carolinita era su alegría pero de tan
revoltosa le desordenaba la casa y cuando nació Gina, cinco años después,
Yolanda sufrió el colapso de ver la casa revuelta por el normal quehacer de las
nenas.
Caos de puntos: Pintaron la casa compraron muebles
modernos, acolchados rosas para la pieza de las niñas, cocina nueva, cortinas y sillones. La pusieron como en las
revistas de decoración. Nunca la habitaron y solo se abría si venían visitas. Pues
construyeron encima de ella, en la terraza un gran ambiente, cocina, comedor,
dormitorio para cuatro y un bañito, donde se desarrollaba la vida. Todavía
quedó terraza libre, a pesar de los miles de plantas que habían sido del abuelo, para que las nenas jugaran, después que el baldeo de
lavandina matutino se hubiera secado. Y fue preservado el tallercito de
Constanzo repleto de cables y herramientas, jaulas de pájaros vacías y hojarasca que el viento arrumbaba por un vidrio roto.
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