En tiempo de radios y caballos
(por Felix Meiller)
Cabe explicar que quienes más se sentaban a las mesas era
personal ocupado en el campo, que cada semana o 15 días, dependiendo de la
distancia del establecimiento donde trabajaban, venían a comprar provisiones, al
mediodía, todo se cerraba y si quedaban compras pendientes había que hacer la
pausa, de tal forma se podían distinguir rápidamente donde se comía por los
caballos y carros, breques o sulkys, estacionados. En aquellos sitios donde había
más concentración, eran donde mejor comida se servía.
Una vez ubicado el o los comensales en una mesa aparecía
por algún lado una matrona, generalmente excedida en kilos, de una edad
indefinida, pero en general personas mayores de 40 años. Esta señora vestida de
solera sin mangas se paraba al lado de las mesas, cruzaba los brazos sobre el
pecho o ubicaba las manos en la cintura con los brazos en jarra y preguntaba.
“¿Cuántos son? Enterada de la cantidad desparecía sin decir más y volvía con
una jarra de agua en una mano y los cubiertos en otra, una trincha de pan bajo
el brazo, colocaba la jarra en medio de la mesa y una cuchara cuchillo y
tenedor, en el sitio de cada comensal, si podía no daba la vuelta a la mesa,
sino que los repartía como quien reparte cartas en una partida de naipes. Luego
volvía con platos hondos, y repetía la repartija de la misma manera, pero esta
vez alcanzándolos a las manos de sus clientes.
Minutos después reaparecía con una gigantesca sopera, y
la colocaba con el cucharon dentro del líquido en el centro de la mesa. Cada
quien se servía la sopa en la cantidad de su preferencia y trataba de adivinar
que verduras o que fideos componían su esencia, ya que obviamente no siempre
era la sopa del día, sino que llevaba varios días y hervores consecutivos que
reducían la preparación a un caldo más o menos espeso, o en su defecto eran
sopas con mucho caldo y sobrenadaban en la superficie algunas verduras. Siempre
en algún rincón del local había una gigantesca radio encendida a todo volumen
en la cual estaba sintonizada el noticiero del mediodía.
Cuando se terminaba la sopa, aparecía de nuevo la mujer,
con una gran fuente con puchero, que respondía en su preparación a criterios
más o menos parecidos a la sopa y se servían en los mismos platos. Finalmente,
cuando se terminaba el plato principal aparecían emplatados sendas porciones de
queso, con dulce de membrillo o batata. Al cabo se abonaba el almuerzo, en
general de un precio muy accesible. No faltaba el vino en ninguna mesa, este
era vertido desde una damajuana a una jarra por los propietarios del comedor,
que con el tiempo tomaron una forma más o menos estándar con un pico de
pingüino.
Tras la comida los palillos se paseaban por la boca de
los comensales, en procura de una limpieza interdental, costumbre que más disimulada
persiste hasta estos días, habito que los odontólogos no recomiendan, pero se
constituye también en una fuente de trabajo para ellos.
El tiempo, los transportes mecánicos, han hecho que los
vehículos de tracción a sangre haya casi desparecido por completo, y sólo es
dable verlos en alguna celebración o por allí dentro de los campos, pero más
como entretenimiento, ya que cada vez son menos los que saben atar un carro.
Bailes de campo
Las estaciones de ferrocarril o los galpones de grandes
estancias muchas veces dejaron de ser depósitos, por un corto período para
convertirse en salones de baile. En general respondían a la organización de una
cooperadora escolar de alguna escuela rural, que con ello reunían los fondos
para atender lo que el Estado no atendía, ni atiende en la actualidad.
Obviamente que en las inmediaciones de la milonga llegaba gran cantidad de
gente ya sea montados en caballos o en carruajes tirados por caballos y alguno
que otro automóvil.
Tantos carros y caballos juntos, era motivo para que
algunos bromistas hicieran de las suyas. Por caso solían amarrar varios carros
entre si lo que provocaba a la hora de emprender el regreso a casa muchas
dificultades para entender por qué los caballos les costaba tanto arrancar y en
muchos casos no arrancaban porque detrás había una fuerza igual y opuesta que
no permitía salir. Cuando alguno con menor cantidad de alcohol encima que el
resto se daba cuenta, bendecía el cielo y las madres de los otros y desunía
carros, para al fin poder regresar.
Los sulkys que eran tirados por un solo animal, eran
llevados hasta la vera de algún alambrado, y desataban y volvían a atar con el
vehículo de un lado y el caballo del otro o en su defecto, cambiaban los
caballos de un vehículo a otro. La gracia de esta broma era que los caballos
vuelven al lugar de donde vinieron sin que intervenga la voluntad de quien
lleva las riendas, lo que hacía que muchos distraídos por el alcohol, terminaban su noche,
lejos de su propia casa.
Resabios
Hoy los motores de combustión interna han casi
reemplazado por completo a los caballos, pero siempre quedan resabios de
aquellos días, es frecuente ver dentro de modernos automóviles a personas
usando gigantescos sombreros de fieltro. En cierta ocasión quien esto escribe
fue testigo de un hecho peculiar y bastante cómico y grotesco. Habíamos ido con
mi familia a comer al Gran Hotel (nombre original si los hay), un
establecimiento que hacía poco estaba en funcionamiento y con un comedor donde
había una carta con muchas alternativas para cada fase de un almuerzo o cena.
En una mesa cercana se sentó un señor que ingresó al
local vestido con bombachas de campo, botas, corralera, faja sosteniendo las
bombachas y una rastra cargada de monedas a la cintura, camisa de mangas largas
gruesa con el botón de arriba desabrochado un sombrero en la testa que se sacó
ni bien traspuso el umbral de la puerta de entrada y pañuelo decorando el
cuello, y en la mano llevaba una bolsa de red con algo envuelto en diarios en
su interior.
Mas a o menos terminamos de comer al mismo tiempo que
nuestro gaucho. Una vez comido el postre, tomó la bolsa de red, desenvolvió y
colocó la radio que traía, de dimensiones bastante importante, sobre la mesa,
sintonizó una estación y se echó para atrás en la silla con un escarbadientes
en la boca dispuesto a escuchar noticias y comenzar su digestión relajado, casi
de inmediato apareció el concesionario del restorán y le pidió que apague la
radio.
Los que compartíamos el lugar no podíamos menos que
sonreírnos, pues se ve que el hombre estaba muy acostumbrado a esa rutina, pero
seguramente en algún bodegón como el descripto anteriormente, que ya para
entonces casi no existían.
En estos días que corren cuando se puede ver un jinete y
su cabalgadura, es casi una total excepción. Ocurre además que cuando el
paisano se baja del caballo, mete su mano al bolsillo saca su celular y mira su
whats app, como para desmentir su calidad de hombre de a caballo de la
antigüedad
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