Don Florencio Mariani y su familia. Una historia de amistad
De su mano, entré en su casa conocí a toda la familia, a
don Florencio padre, una bellísima persona, medio loco según el pueblo, pero un
excelente panadero, buen amigo y mejor padre. A su mujer doña Otilia Ostertag y
a los cuatro hijos, Florencia “La Negra”, Florencio “El Negro” Jorge, y Carmen
la menor del cuarteto.
Hoy tal vez por los apodos, con los que conocíamos y nos
dirigíamos a estos grandes amigos, no faltará alguno que enarbole banderas de
discriminación, pero nada de eso ocurre, eran apodos cariñosos y ellos los
aceptaban como tales.
Cuestión es que comencé a frecuentar el hogar de los
Mariani y cada vez que me presentaba ante la puerta, era un tema que me la
abrieran desde dentro, porque no tenía timbre. Me costó, pero finalmente hice
lo que en incontables ocasiones me pidieron que haga, tomaba el picaporte y
entraba a la casa como si fuera la mía.
Cuando trasponía el umbral siempre estaba doña Otilia con
esa cordialidad que le caracterizaba para recibirme con alegría sin que por
ello se molestase por que le interrumpía brevemente el desarrollo de la novela,
en el viejo televisor, con imágenes muy borrosas como consecuencia de una señal
muy lejana y que viajaba por el aire desde Bahía Blanca. Tema este de la TV que
tal vez merezca algunas líneas para recordar esos tiempos.
Entre conversaciones de actualidad, de la novela e
infinidad de mates esperaba la llegada de alguno de los más jóvenes, o
simplemente charlaba ora con Otilia ora con don Florencio, que me contaba de su
familia, de los misterios de su padre que parece que no era Mariani que su
apellido era otro, pero bueno todo era cariño y amistad allí.
Una de tantas veces de mi noctámbula vida se me ocurrió
ir a lo de Mariani a eso de las dos y media de la mañana de un domingo
suponiendo que “El Negro” y Jorge estaban en la cuadra de la panadería, pero
ambos roncaban. Le hablé en voz bastante alta sin gritar para que me oigan
diciéndoles que llegaban tarde a trabajar. Saltaron de la cama, miraron el
reloj y sin haberse levantado del todo ni acostado del todo, se tomaron unos
minutos y se levantaron y se fueron, la cama calentita no es lo que más quería
en ese momento, pero eran camas al fin, que trabajen ellos yo duermo aquí.
Como se ve una amistad de veras, nadie se sorprendió a la
mañana cuando pasé por la cocina, mis ojos apenas un par de rayas a cada lado
de la nariz, se negaban a darme una visión clara a pesar de que intenté sacarme
las lagañas con los dedos y con el dorso de la mano, acepté un mate o dos. Le
di los buenos días a los dos mayores, las chicas tampoco estaban visibles, me despedí
subí al auto y volví a casa, para dormir todo el lunes, total no había nadie que
me pidiese explicaciones.
Un día de pesca
Pero, así como yo dormía en la casa del Negro, él vino
varias veces a dormir los sábados a la noche a mi casa en el campo. Esto de
dormir sábados a la noche es una manera de decir, porque en realidad eran los
domingos casi de mañana. O sea, a dormir de día. En una de esas ocasiones nos
propusimos antes de dormir, que al día siguiente íbamos a ir a pescar al arroyo
Curamalán, que pasa a pocos kilómetros de Ombú.
Nos costó, pero tipo 10 de la mañana de un día de
primavera, ya bastante avanzada, nos levantamos, y nos tomamos el trabajo de
preparar nuestro equipo de supervivencia, una lata con lombrices, dos cañas, y
un rifle calibre 22 por las dudas que la pesca no fuese exitosa. La realidad es
que ni cazamos ni pescamos, pero en la búsqueda de un lugar en el que fuese
posible hacer que un bagre se interese en nuestros anzuelos, caminamos aguas
abajo, por más de dos horas. Es decir, que, al cabo de las dos horas, teníamos
otras dos para volver al sitio en la calle donde habíamos dejado nuestro
vehículo, momento en que caímos en la cuenta, que no teníamos agua, pero si
mucha sed y además calor y nuestros estómagos reclamaban algo sólido, ya que
habían pasado más de 24 horas de nuestra última comida en serio, nuestro
desayuno había sido un café con azúcar y no mas de dos galletitas.
Comenzamos a pensar en tomar agua del arroyo, que para
empezar no es trasparente y además el agua que baja de las sierras debe haber
pasado por varias decenas de abrevaderos de ganado y las vacas no tienen el
cuidado de dejar su orín o sus heces fuera del sitio donde se meten a tomar
agua. De modo que no bebimos a pesar de que la necesidad de líquido era acuciante
y nuestro equipo se limitaba a lo mínimo indispensable, o tal vez menos que
eso.
Habíamos tomado una de las orillas del arroyo y en nuestro
camino de regreso a mi se me ocurrió que quería caminar sobre la otra margen,
de modo que en determinado punto coincidimos que no era un sitio peligroso, me metí
al arroyo, el agua me llegó al pecho, pero lo crucé sin mayores novedades. De
otro lado el Negro me tiró la carabina a las manos y me alcanzó la caña. Al fin
promediando la tarde llegamos hasta la calle en la que habíamos dejado nuestro
auto, y por fortuna el jefe de la estación Ombú, don Nisio Alonso sabiendo que
veníamos a pescar, se vino con la familia para pasar la tarde y dedicarse a la
pesca que le apasionaba.
Él tenía agua, mate y lo que quisiésemos, así que al fin
le vaciamos la mitad de una damajuana de agua potable, lo que nos devolvió a la
vida. Obviamente para pescar ya alcanzaba, para la caza ni un disparo habíamos
realizado, así que juntamos los dos fracasos, nos subimos al auto y volvimos a
Ombú.
En casa sacamos de la heladera una botella de gaseosa
otra de cerveza bien fría y tras mezclar ambas bebidas nos dedicamos a terminar
de manera definitiva con la sed y también cocinamos un par de bifes. Después de
eso la emprendimos para Huanguelén, más específicamente para el Club Social
donde terminamos como siempre jugando alguna partida de naipes.
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