Pirata



       Conocí a este trío en un momento de crisis. Entraron a la veterinaria  gritando.  Gritando los tres. El perrito manchado aullaba en medio de una convulsión; el hombretón que lo traía en brazos, tropezaba con sus ojotas y ya traía un dedo de un pie sangrando; repetía: “Se me muere, se me muere, por favor auxilio”.  Unos metros atrás, llegó la madre: una señora mayor que no podía seguirle el paso, agitada y en delantal.

    — ¡Daniel, tranquilo, hijo, que te vas a caer! 

   —  ¡Es que me muero si se muere, vieja!

   —  ¡Y yo me muero con vos, hijo! ¡Calmate que estás operado del corazón!

     Lo más urgente era tranquilizarlos.  A los tres. 

    Parecía ser epilepsia. Esos dueños desesperados, que lloraban y discutían entre ellos; no estaban en condiciones de darme ningún dato. Inyecté la medicación para frenar las convulsiones y con un par de pataleos más, el animalito quedó quieto, con la lengua afuera en un charco de baba. Al relajarse, también orinó la camilla.

   —  ¡Se murió! ¡Me muero! ¡Me muero! ¡Viejaa, se murió!—El grandote, escondiendo la cara entre sus manos,  lloraba como un chico.

   —  ¡No, señor. Está sedado! ¡Tranquilo, que acá nadie se va a morir! No se me vaya a desplomar acá que no voy a poder levantarlo. Siéntese que le explico. Respire. Mientras le voy a curar ese dedo para que no se le infecte.

  — ¿Qué dedo? Ah, no me di cuenta, creo que tropecé con el cordón de la vereda ¡Se me moría, doctora, estaba seguro que se me moría! Y yo me muero. ¡¿Sabe lo que es el Pirata para mí?! Es mi hermano, mi hermano de sangre. Yo me muero, si él se muere, ¡estoy seguro! El pie no me importa.

   —Le digo que no se va a morir, al menos, por ahora. ¡Cálmese hombre! Hágalo por su mamá. Mírela, pobre señora, la tiene muerta de susto!

    La viejita regordeta, no despegaba los ojos de su hijo. —Está operado del corazón, tiene presión… ¡no puede ponerse así!

    Los invité a sentarse mientras les explicaba qué había sucedido con Pirata. El mestizo blanco  con una gran mancha negra que le tapaba un ojo, ahora descansaba en la camilla, abrigado con una manta  azul. 

    Yo los entendía porque las convulsiones de la  epilepsia son muy feas de presenciar: ver  a la mascota pataleando, abriendo y cerrando la boca y aullando, desespera a cualquiera que ame a su perro.  Tiene a favor que se controla bastante bien con unas pastillas. Si teníamos suerte y acertábamos con la dosis justa de entrada, tal vez no se repitieran…  

    Tardaron en serenarse. Les traje agua, hice que el hijo tomara una de sus pastillas para la presión y los preparé para que pudieran afrontar con más calma otro ataque del perro, si  es que se presentaba.

 Se fueron muy aliviados con una cajita de anticonvulsivos y las instrucciones escritas bien claras en una receta. El grandote llevaba en brazos a Pirata, sin ningún esfuerzo. Como el tratamiento tuvo éxito de entrada, me tomaron por una eminencia, cosa que no era cierta.

   Siguieron muchos años de consultas de lo más variadas: una úlcera de córnea cuando  Pirata se pinchó con un aloe vera y otra vez la sacó barata. Sólo por casualidad no perdió el ojo y el hijo estuvo varios días sin hablarle a su madre por tener una planta tan peligrosa.  Supe que se la agarró con la maceta y la tiró desde el primer piso al patio de abajo. 

Un verano, Pirata  tuvo un brote alérgico cuando pintaban la casa y pagaron el pato los pintores. En otra ocasión vomitó una longaniza, separada en tres pedazos, con sus etiquetas y todo. Del atracón con la longaniza que quedó a su alcance fue responsable la madre que debió soportar por meses los reproches. Debo decir que la señora,  más sensata que el hijo, cuidaba bien de Pirata  y esos accidentes fueron exactamente eso: accidentes, como podía sucederle a cualquier perro travieso. Yo terminaba a menudo haciendo el papel de mediadora ante las  injustas acusaciones a la vieja señora.

       Esta madre anciana, su hijo ya bien adulto y Pirata eran la familia.  Después, en esa casa siempre estaba invadida por amigos del hijo que hablaban de futbol y tomaban cerveza. Ocasionalmente los amigos desaparecían y se instalaba una “novia conviviente”.  Los amigos conocían  bien el terreno y cuando yo revisaba a Pirata se llamaban a  silencio: no preguntaban ni opinaban. Las parejas que convivieron con el hijo a lo largo de los años estaban desprevenidas, una palabra respecto a Pirata y se desataba un huracán. Nadie, salvo Daniel o la madre podían ponerle agua, ni comida,  ni llamarme por teléfono, ni administrarle la medicación. Mucho menos opinar. 

       Las consultas eran un momento de tensión, en las que el hijo se desesperaba, la madre trataba de calmarlo y si había una tercera persona era la destinataria de los gritos de los dos.  Yo trataba de guardar la serenidad y enfocarme en el perrito sin enroscarme en las discusiones.  Si se pasaban una semana en el calendario de vacunas, había una escena. Si Pirata estaba disfónico por ladrarles a los albañiles, era porque percibía en ellos algo negativo y los obreros eran despedidos. 

        Ni quiero imaginar cómo habrá tomado el grandote  Daniel la noticia de que Pirata se escapó. El cartero tocó el timbre y la madre entreabrió la puerta para firmar, distracción que aprovechó Pirata para dar un paseíto sin supervisión; el sistema de correos fue  el destinatario de su ira y eso que apareció a los cinco minutos por la esquina opuesta: se había ido a dar la vuelta manzana, pero me llamaron para que controlara si en esa escapada no habría consumido algún veneno.

     Con los años, Pirata se fue acostumbrando a mis visitas y se sube solo a la mesa para que lo revise. Me mira como diciendo “Yo estoy bien ¿qué le pasa al gordo este? Revisame rápido y andate antes que se enoje sin motivo”.

   Pirata tiene diecisiete largos años. En los últimos, desarrolló unas gruesas cataratas que lo dejaron ciego. No se animan a la consulta con un oftalmólogo por miedo a la cirugía.  

  Cada vez que pasa algo y me llaman, Daniel, ya cincuentón,  le dice a su madre, “Ahí viene tu cómplice. No hay nada que hacer, las mujeres son todas iguales, se defienden entre ellas…son todas unas brujas”. 

— ¿Viste, Pirata? Decí que ésta doctora te cuida bien.  También es una bruja, pero de las buenas. Por eso nosotros dos somos solteritos.


     

  Daktari

Comentarios

felix dijo…
Que maestra sos para relatar, estos pequeños dramas que se solucionan de forma relativamente sencilla, a pesar de que algunos humanos las complican

Buenísimo!!! quedé atrapada desde el principio. Te felicito!!!
Rosana Colombo dijo…
Me atrapan tus relatos. Excelente!!!